Aunque a principios del próximo año entra en vigor la obligatoriedad de realizar la facturación electrónica para todas las empresas que facturan a las administraciones públicas la verdad es que el efecto arrastre de esta medida no ha sido tan grande como se esperaba. Poco a poco llega la hora de implantar la facturación electrónica pero el ritmo al que se realiza es menor del esperado.
Esta es una cuestión que tiene mucho que ver con la distinta percepción de ahorro que tienen empresas y ciudadanos. Aunque las empresas son conscientes que la facturación electrónica supone un ahorro y una mejora en sus procesos, asumir el coste del cambio de sistema para ellas supone ahora mismo una inversión que muchas no pueden permitirse, puesto que la lucha en muchos casos es para sobrevivir como empresa.
Además está el hecho de que el consumidor, el usuario no tiene tan claras las ventajas de la facturación electrónica. El usuario final que nos compra una nevera no tiene tan claro como nosotros que ventaja tiene para él que la factura sea electrónica. Por lo tanto en muchos casos siguen reclamando la facturación tradicional.
Esto implica que las empresas deban acogerse a sistemas mixtos, que permiten facturación clásica y electrónica, lo cual es muy recomendable a la hora de efectuar la transición pero a la vez complica un poco el trabajo en nuestras empresas. Sin embargo nos permite que el cambio de proceso nos permite que la transición sea menos traumática. El ideal sería que cada vez se vaya reduciendo el número de nuestros clientes a los que facturamos de forma tradicional y aumenta el porcentaje de facturación electrónica.
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